“La Vía está justo bajo tus pies” nos dice Eihei Dôgen, maestro budista japonés fundador de la escuela Soto Zen japonesa. Y es cierto La Vía está justo bajo mis pies, esté donde esté, vaya donde vaya. Incluso en la misma ciudad, en el mismo supermercado en el que compro cada semana para el Monasterio Zen, se halla la Vía.
Cuando tomé la decisión de quedarme a vivir en el templo, no llevaba implícita la idea de hacerme monja budista. Sucedió una mañana, exactamente, el seis de agosto del 2015, a las 13:30, mientras realizaba las compras en el supermercado para el retiro del Ango de verano, cuando todo se dio. Fue solo un instante liberado del tiempo y de la forma, un instante el que cambió mi vida de manera definitiva e irreversible, un instante del que ya no ha habido vuelta atrás. Algo se desquebrajó dentro de mí, algo hizo que mis entrañas ardieran y saltaran por los aires. Fue como una explosión a nivel energético. El detonante, un simple enfado, un insignificante enojo el que llevo a mi Ego a abandonarme, a dejarme sola en medio del supermercado, junto al carrito de la compra, en el pasillo de los frutos secos y los botes de conservas. Me quede vacía, deshabitada de los múltiples personajes que pueblan mi mente y condicionan mi vida en el día a día. Fue como una liberación, como abrir las puertas de una prisión interna para dejar paso a la luz del sol, como penetrar en el sagrado espacio del silencio, en medio del bullicio externo. Mis habitantes adheridos a la piel y a la memoria desde siempre, se diluyeron en la nada. La fábrica de pensamientos, acostumbrada a emitir como una antena parabólica cualquier tipo de ideas, sentimientos, juicios, especulaciones, se vació de miedos en medio del barullo y el rumor del gentío. Mi cuerpo era el mismo, la gente a mi alrededor era la misma, el lugar era el mismo. Todo aparentemente era lo mismo, pero nada era lo mismo.
Todavía hoy no sé exactamente lo que ocurrió, pero lo que sí sé es que algo se sanó dentro de mí. Algo hizo que mi conciencia se abriera a vivir el instante con una capacidad de percepción fuera de los límites de la mente estructurada y pensante. En esta ocasión, fue un cambio definitivo a nivel interno. Ni siquiera tuve que tomar la decisión de hacerme monja budista, sino que se dio de un modo natural después de la experiencia vivida.
Despertar a la vida para descubrirla entera y sin limitaciones, abrir los ojos y reconocerme en ella desde la mirada inocente del amor. Amar el silencio, los espacios desnudos de pensamientos, emociones cambiantes y apegos. Vivir el amor hacia todo y hacia todos como un aprendizaje, como principio y fin de cada día. Esta transformación interior me ha llevado a no esperar nada de la vida, sino más bien a cuestionarme qué es lo que la vida espera de mí. Y sobre todo a fluir en comunión con ella, formando parte de ella, desde un nivel de vibración, en el que los pensamientos ya no se encuentran al servicio del ego, sino más bien al servicio de un orden superior de conciencia que va más allá de la individualidad de uno mismo.
Buda nos enseñó el camino, abrió una senda por la que atravesar todo el ruido interno y llegar hasta nuestro verdadero Ser liberado de cualquier sufrimiento. Pero para llegar a nuestro verdadero Ser, primero hay que franquear el oscuro túnel en el que nos hemos perdido, el Ego.
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