Hay seres que pueblan nuestra
infancia dejando una imborrable huella. Hay personas que llegaron a nuestras
vidas para quedarse. Y no me refiero a la familia, cuyos vínculos van más allá
de nosotros mismos, más allá del gran misterio de estar vivo, y se adentran en el
karma que como bien define Deepak Chopra: “El karma es
experiencia, la experiencia crea memoria, la memoria crea imaginación y deseo,
y el deseo crea de nuevo el karma”. Me refiero a las relaciones que por
algún motivo kármico la vida nos llevó a compartir experiencias durante un
periodo determinado de tiempo y luego aparentemente se disolvieron, ante la
apertura de nuevos caminos, bifurcaciones nuevas que hace que los escenarios
cambien y se enciendan nuevas luces que dejan paso a nuevas representaciones
kármicas.
Pero, aunque la vida nos lleve
por caminos distintos, aunque un océano nos separe de ellas, estas personas
siguen ahí formando parte de nuestros actos, de nuestras vidas, de nuestra
manera de ver el mundo, porque se han quedado prendidas bajo la piel. Se han
quedado soterradas bajo un sinfín de capas que afloran desde el sentir más
profundo, cuando nos permitimos entrar en contacto con el pasado, o con el
presente a través de las emociones y sentimientos que nos acompañan a lo largo
de la vida.
Lo cierto es que algo así me pasa con la
hermana Amparo, no puedo pensar en ella sin dejar de emocionarme, sin dejar de
experimentar una pequeña pero intensa luz que se ha mantenido viva desde la
infancia. Qué ha viajado conmigo hasta el presente y quizás me ha llevado a ser
quién soy, incluso a tomar los hábitos de monja budista zen. En realidad no lo
sé y tampoco importa. Lo que qué sí sé es que bajo ese inmenso corazón que
latía dentro de ella cabíamos todas. Con su sencilla manera de ser y con su
entrega sembró nuestra infancia de amor y de una gran dosis de paciencia y
tolerancia ante nuestras interminables travesuras y chiquilladas. Pronto
cumplirá 88 años y sigue en pie, tras haber vivido 21 años en Colombia ayudando
a los niños de la calle y a los viejos desfavorecidos, a veces arriesgando su
vida entre el tiroteo de los narcos. Desde hace poco vive su tranquila vejez en
Benidorm, junto a otras hermanas ya mayores como la hermana Elisa que nos hacía
repetir una y otra vez los ríos y afluentes de España, hasta conseguir que
todas los memorizáramos. Hoy tiene 93 años y va en silla de ruedas porque hace
poco se accidentó.
Un día inolvidable, un viaje a la
infancia, a las raíces del corazón de esta gran madre el que pudimos disfrutar
mi querida amiga Inés y yo. Desde que alcanzo a recordar Inés ha estado
presente en todas las etapas de mi vida. Pero es ahora, según van pasando los
años cuando el calor y el cariño de las amistades cobran presencia
convirtiéndose en un regalo, en un disfrute permanente, como este maravilloso día
vivido en Benidorm.
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